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Renombrar para reparar: los archivos, el lenguaje y la dignidad histórica
- Movimiento Nacional Cimarrón
Por: Ernesto Medrano
En el corazón del Archivo General de la Nación (AGN), duermen documentos que dan cuenta de una de las historias más dolorosas y estructurales de nuestra nación: la colonización, la esclavización y el despojo sistemático de pueblos y culturas enteras. Estos documentos han sido clasificados durante décadas bajo nombres como “Negros y esclavos” o “Caciques e indios”, categorías heredadas del poder colonial y normalizadas en las prácticas archivísticas de nuestro país. Hoy, por primera vez, Colombia se detiene a mirar esos nombres con ojos críticos. Y lo hace no como un capricho académico, sino como un gesto de justicia histórica y una acción simbólica de reparación.
- 8 julio, 2025

Renombrar estos fondos no es un acto trivial ni un simple cambio de etiquetas: es una intervención profunda sobre el lenguaje que organiza la memoria. Es una apuesta por dignificar las historias que han sido contadas desde la mirada del opresor, y por reconocer que las palabras, lejos de ser neutras, han sido históricamente utilizadas para clasificar, reducir y deshumanizar.
Los términos “negros y esclavos” o “caciques e indios” no describen hechos de manera objetiva. Son el resultado de un proceso ideológico de cosificación y subordinación, una expresión de la lógica colonial que definía a las personas por su utilidad económica, su “raza” impuesta, o su lugar en un orden social jerarquizado. Mantener estas denominaciones como categorías oficiales implica perpetuar una mirada que niega la humanidad y la agencia de quienes fueron víctimas de estos sistemas de dominación.
Frente a esta realidad, el proceso abierto por el AGN —en articulación con la Vicepresidencia de la República, el Ministerio de Cultura, el Museo Nacional y organizaciones sociales— es una oportunidad para repensar nuestras instituciones de la memoria. Es un hito en la lucha por desmontar las narrativas eurocéntricas y racistas que aún estructuran muchos de nuestros repositorios documentales, nuestras prácticas pedagógicas e incluso nuestras políticas de Estado.
Como bien ha señalado la Coordinadora de Justicia Étnico Racial de la Vicepresidencia, este proceso no solo apunta a una transformación simbólica. También plantea una reflexión de fondo sobre cómo hemos contado nuestra historia y sobre la urgencia de abrir espacio a nuevas voces, otras sensibilidades y relatos más justos. La reapertura de la exposición “Quitarse la venda de los ojos” en el mismo AGN, con obras de artistas afrocolombianos que abordan el racismo estructural y la memoria de la esclavización, es una expresión contundente de ese esfuerzo por interpelar el pasado desde el arte, la sensibilidad y la resistencia.
Algunos han argumentado que cambiar los nombres de los fondos es una forma de “borrar la historia”. Pero esta crítica confunde la fuente con su clasificación. Los documentos originales no se alteran. Lo que se pone en discusión es la manera en que son presentados, organizados y ofrecidos al público. La memoria no se borra: se resignifica. Y eso es parte esencial de una práctica archivística crítica, consciente de que el acceso al pasado no puede hacerse desde la normalización de las violencias simbólicas que estructuraron su producción.
Otros objetan que este cambio es una expresión de “presentismo”, una forma de imponer valores actuales sobre contextos del pasado. Pero esta crítica también falla en su base: las categorías archivísticas actuales no son “del pasado”, sino de los archivistas, historiadores e instituciones que las definieron en el siglo XX. No se trata de juzgar con anacronismos, sino de evitar que los criterios de clasificación del presente sigan repitiendo los códigos del sistema esclavista y colonial. Es un llamado a dejar de narrar la historia desde la voz del verdugo.
Como lo sostiene Bastien Bosa, “el lenguaje importa”. Y mucho. Nombrar ha sido siempre un ejercicio de poder. En la colonia, renombrar montañas, pueblos, cuerpos y comunidades fue parte del despojo. Hoy, renombrar puede ser un acto de restitución simbólica. Una forma de reconocer que la esclavización fue un crimen contra la humanidad, que sus huellas persisten en nuestra vida social y que las víctimas y sus descendientes tienen derecho a una memoria que no refuerce su cosificación.
Este proceso, además, se inscribe en un contexto más amplio de debates sobre el lugar de la memoria en el espacio público: desde los monumentos que celebran figuras racistas, hasta los textos escolares que omiten las resistencias afro e indígenas. En todos estos escenarios, lo que está en juego no es solo el pasado, sino el tipo de sociedad que queremos construir. ¿Una sociedad que preserva jerarquías coloniales en sus símbolos, o una que se atreve a mirarse críticamente y a construir memoria desde la dignidad?
Renombrar, entonces, no es solo un gesto político. Es también una herramienta pedagógica, una forma de invitar a las nuevas generaciones a pensar la historia desde otros lugares. A preguntarse no solo qué pasó, sino quién lo contó, con qué palabras, desde qué intereses. Y sobre todo: cómo podemos contarla hoy sin reproducir la lógica de quienes legitimaron la opresión.
Este proceso no será sencillo. Habrá resistencias. Pero si algo nos enseña la historia de las luchas por los derechos humanos es que toda transformación profunda comienza por cuestionar lo que parecía incuestionable. Que toda emancipación simbólica requiere desmontar los lenguajes del poder. Y que resignificar los archivos es, en última instancia, un acto de afirmación: de las memorias que duelen, pero también de las memorias que dignifican.